Temas candentes

26/04/2020

Espejos

Todavía tengo en casa ese viejo armario de caoba de cuando era pequeña. Está en un ensanche de la alcoba donde dormía mi abuela, en la casa vieja, que según me contó mi madre, antes de que ella -con gran esfuerzo- pudiera hacerle una pequeña reforma, no era más que un corredor largo con un tragante al final y una cuadra con un pajar que estaba a mano derecha, precedida de un patinillo.

El patinillo era muy peculiar, recuerdo que en la pared había un par de argollas para amarrar a las bestias y también tenía una pila de piedra con estregadera donde se hacía la colada. Siendo yo muy pequeña no había aún lavadora en casa y la ropa se lavaba a mano en la pila. A veces también servía para desplumar los pollos que mi tío Manuel o mi padre traían de vez en cuando. Cuando se mataba un pollo, yo lo pasaba muy mal y ese instante tan cruento ahora me recuerda a una película de Buñuel en la que aparecen escenas similares. Los fotogramas del pasado se han quedado grabados en mi recuerdo.

En el patinillo había también un pozo del que yo solía sacar agua siendo muy pequeña para limpiar el suelo. El agua del grifo la usábamos solo para cocinar o bañarnos, pero nunca para limpiar la casa, para ese menester siempre se sacaba agua del pozo. Junto al pozo estaba la escalera de cemento que subía al soberao, donde yo me ponía habitualmente a tomar el sol, sentada en los peldaños superiores. La puerta que franqueaba la entrada a ese universo estaba compuesta por varias tablas de madera grisácea bastante deterioradas, y casi siempre estaba abierta. 

Dentro había un viejo baúl con fascículos de enciclopedias por encuadernar y un estante con varios cachivaches, entre ellos, el que más me gustaba y mejor recuerdo, es un molinillo de café algo oxidado con el que yo solía jugar a veces, abriendo el pequeño cajoncito de metal grabado por donde caía el café molido, que después mi abuela o mi madre preparaban en una vieja tetera de aluminio abollada por un lateral. El suelo era de tablas viejas de madera superpuestas, entre las que había grietas o hendiduras por las que se colaban pequeños objetos porque no casaban bien unas con otras o estaban demasiado deterioradas. Del techo colgaban unas cañas en las que a veces había ristras trenzadas de ajos y cebollas, e incluso una vez recuerdo que se usaron para secar chorizos y morcillas que mi abuela y mi madre hicieron en casa. Solo recuerdo que hubiese embutido en las cañas una sola vez en toda mi infancia. Siempre que subía hasta allí me preguntaba qué podía haber debajo de las tablas del suelo. Aún no lo sé.

Guardo buenos recuerdos de la alcoba, aunque algunos de ellos son muy tristes. El día que murió mi abuelo, siendo yo muy pequeña, me escondí detrás de la puerta aterrorizada. La puerta tenía dos hojas de madera blanca con varias capas de esmalte que se abrían hacia adentro y una de ellas formaba un pequeño hueco que hacía de escondite entre la pared y un pilar saliente. El viejo armario de color caoba aún sigue allí. A veces me entretenía en ordenarlo minuciosamente y me vestía con algún traje de mi madre, me ponía un abrigo suyo y me miraba al espejo como si fuera mayor. Otras, corría a abrir las hojas de las puertas para mirarme al espejo cuando mi madre me hacía un vestido nuevo. Recuerdo aquel vestido bordado a mano que estrené y lo feliz que me miraba a los espejos del armario de caoba para verme con él puesto, mientras giraba como un derviche. Todos los vestidos que tenía los confeccionó mi madre a mano. Aún conservo dos: el azul celeste de los cisnes y el rojo de los canastos de flores. Este último era, sin duda, mi favorito.

Me gustaba estar en la alcoba, además del ropero de caoba con la ropa tan elegante de mi madre y los collares de perlas con los que me solía disfrazar de mujer y mirarme al espejo, allí estaba mi abuela Rosario. Ella cantaba muy bien. No sabía leer y, posiblemente, tampoco escribir, pero tenía una voz maravillosa. Siempre estaba cantando, se sabía todas las coplas de memoria. Un día me contó que podía haber sido una gran artista de la copla, pero eso no estaba muy bien visto en aquella época y su marido no se lo permitió, por lo que tuvo que contentarse con cantar en casa mientras planchaba, o simplemente con tenerme a mí, a mi gata y a los transeúntes que pasaban por la ventana como auditorio.

Cada vez que me miro al espejo recuerdo el viejo armario de caoba como si me mirase en mi infancia y en medio del silencio escucho la voz de mi abuela todo el día cantando sus coplas. A veces, cuando me miro al espejo, donde realmente me estoy mirando es en el tiempo. Antes no había pandemias, pero sí que recuerdo haber sufrido consecutivamente la varicela y el sarampión.

La historia es un juego de espejos. Las acciones se reflejan en el tiempo como haces de luz. Posiblemente nuestro tiempo sea uno de estos haces de luz del pasado que se ha concretado o proyectado de forma distorsionada en nuestro presente. Todo ser y todo pueblo tiene sus luces y sus sombras, que se reflejan en el espejo de su historia. Los haces de luz de nuestro presente se reflejarán en el espejo del futuro, esperemos que nuestros descendientes puedan ver bellas imágenes en el espejo del tiempo.


Detalle del lienzo El matrimonio Arnolfini (1434) de Van Eyck
Detalle del lienzo El matrimonio Arnolfini (1434) de Van Eyck

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