Pasan las horas de confinamiento. Estemos solos o acompañados
repetimos las mismas rutinas y con ello la vida se vuelve más mecánica, más
animal. Aunque no estemos ceñidos al horario y al ritmo urbano, creamos
nuestros microritmos agazapados en la subcaverna doméstica. Hemos perdido parte
de nuestro ser, solo la lectura, la reflexión y la conversación serena con
amigos y seres queridos nos lo devuelve a ratos. El resto del tiempo lo pasamos
deambulando por el escalón más básico y primordial de nuestra existencia.
El confinamiento nos conduce a una especie de medievo
tecnificado. Atravesamos casi un desierto existencial, pero juntos llegaremos
al oasis de la humanidad plena cuando todo termine. Es posible. Si no es así,
al menos podremos ver la luz del sol y salir de nuestras casas, aunque no
sepamos a ciencia cierta si verdaderamente es esta la humanidad plena o su
ocaso, pero seremos felices de poder hacerlo. En este tiempo nuestro se rozan nihilismo
y apocalipsis.
La mayoría no estamos solos y los que vivimos en soledad, no
estamos aislados del exterior. La ventana, cuadratura arquitectónica y fuente
de luz, se ha transformado en una mediación comunicativa material entre el
hombre y el mundo desértico que habita, pequeñas células domésticas hacia el
exterior. Los gestos cotidianos que repetimos a diario a través de las
luminarias nos conectan al mundo. Ahora más que nunca sabemos que el alma de
este mundo es en esencia social, interpersonal y solo nos ha quedado su esquema
material, su esqueleto de cemento salpicado parcialmente de verdor.
Frente al aislamiento físico, vivimos la pandemia
hipercomunicados. Hay miles de ventanas que nos conectan al mundo a las que
solo los humanos podemos asomarnos. Mi gato a veces las observa, pero sin mucho
interés, nunca se sentirá atraído por el poder hipnótico de las pantallas y las
imágenes en movimiento. En ese aspecto, es posible que los animales sean mucho
más naturales e intuitivos que nosotros, incluso los que hemos domesticado. No
agotan su existencia mirando ventanas tecnológicas. Tampoco los huecos en los
muros y sus viandantes les atraen, es uno de los gestos que adoro de estos
seres, solo buscan luz y calor en las ventanas.
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Muchacha en la ventana (1925), Salvador Dalí |
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