Últimamente me asomo a la ventana y no veo ni tan siquiera
gatos por la calle, parece que ellos también se han escabullido huyendo de la
pandemia. Nunca he tenido mayor sensación de vaciedad, el paisaje que se
enmarca desde el cierro de la cocina me recuerda a los efectos especiales de
una película ambientada en la Nueva York del 3021, solo faltan los salicornios
rodando por las aceras.
Esta mañana estaba en la cocina cuando, de repente, llegaron
unos señores extrañamente ataviados con peluca y megáfono. Me distraje tanto al
mirarlos de reojo entre los pequeños huecos de los visillos de las ventanas,
que cuando volví al fuego, casi le echo de nuevo sal al guiso. Habían salido a
la vía pública para felicitar a un vecino, probablemente un amigo o allegado y
le cantaban Cumpleaños feliz de
Parchís. No recuerdo en este momento su nombre, pero me entraron ganas de
bailar.
No importa quien fuera, tampoco aquí conozco a nadie. Lo
verdaderamente importante es el detalle y los buenos deseos, los deseos de
felicidad. Más allá de todo el atavío, del despliegue musical y del riesgo que
supone salir a la calle estos días, me llama la atención el hecho de ser
recodado. El recuerdo y la memoria de
alguien es en este momento casi el único vínculo social que podemos tener. Ser
en el recuerdo del otro.
Etimológicamente, recordar hace referencia a un sentimiento, a
una vivencia: pasar de nuevo por el corazón y llegar nuevamente al cerebro la
imagen de lo vivido, pero con menor intensidad.
Todos dejamos huellas en la plasticidad de las emociones
ajenas que se transforman en recuerdos. Aunque para ser felices pretendamos ser
inmediatez y existencia plena, presente continuo, nuestro cuerpo y nuestro
cerebro están llenos de huellas invisibles que habitan en las miles de capas
que hay bajo la epidermis y vagan por universos internos desconocidos, hasta que
un día alguna de ellas es pescada por la memoria.
Pese a todo, hay seres que no dejan huella alguna, son
socialmente inexistentes, o más bien aexistentes.
Un famoso escritor acuñó un neologismo para nombrar esta realidad: unperson. Ser una no-persona o un aexistente es aún peor que ser discriminado.
A fin de cuentas, la discriminación no es absoluta y no impide la
autorrealización, no agota la plenitud del ser, sólo niega parcialmente una
parte por tiempo limitado y posiblemente en un espacio concreto.
Una no persona, sin embargo, encarna la contradicción más
radical y extrínseca de una de las leyes fundamentales, tanto de la lógica como
de la sociedad humana: la no persona es y no es al mismo tiempo. Existe, pero
no se realiza. Es un ser existente, pero socialmente no realizado por pura
negación, un ser desrealizado. En ella se niega plenamente el ser en todos los
aspectos, excepto en la existencia, que sólo podría anularse con la muerte.
Afortunadamente, mi gato nunca leyó a Aristóteles, ni a Parménides, ni a Orwell.
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Ilustración de 1984 de George Orwell |
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