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11/07/2021

Ultraviolencia

Sigo pensando, mi cabeza no para de dar vueltas ahora que el virus parece haberse atenuado. A veces me pregunto para qué y no encuentro la respuesta. Posiblemente los filósofos estemos programados para ello, no podemos evitarlo, aunque para la gran mayoría sea algo absolutamente fútil y prescindible. Si todos pensamos para poder resolver los problemas que se nos presentan, ¿para qué necesitamos un pensamiento circular que no conduce a solución alguna? Lo que viene a ser lo mismo: ¿para qué necesitamos a los filósofos en la caverna?

Solo lo útil, lo agradable, lo placentero y lo bello encuentran aquí su lugar corpóreo o incorpóreo. Las dos vías de conocimiento hegemónicas: fórmula y fenómeno, conducen a sus dogmas correspondientes, que no son otra cosa que utilitarismo y sensualismo extremos. Todo lo demás, con contadas excepciones, solo se piensa que se cree, por llenar nuestra creencia de algo que a veces enmascare esos preceptos inconscientes que posiblemente dominen nuestra vida. De ahí que cada vez importen menos las solemnidades y quienes las practican.

El ritmo frenético del suceder fenoménico nos sumerge en una temporalidad que consiste en una constante sucesión numérica, cuando en realidad el tiempo y su vivencia son absorbidos por la infinita dialéctica acto-imagen, en cuya vorágine encontramos las estaciones y la luz solar como guía de esa sucesión para no perdernos en ella. Posiblemente el tiempo no exista, o no sea más que un simulacro del fenómeno, o un rasgo cuantificador de la fórmula, sin el que esta no podría tener sentido. Solo lo matemático es agente de sentido trascendental. El sentido verdadero es numérico, el construido ad hoc, es discursivo. Este es para ser creído a gusto del consumidor, al igual que se coge de la estantería del supermercado una marca concreta de cacao o café.

El hombre se deleita en el fenómeno, la imagen es, además de arquetipo, fuente de placer. Reducida también matemáticamente a armonía, punto y línea, creamos en nuestro cerebro surcos o patrones neuronales que generan una respuesta sensitiva placentera, principalmente visual, a la que llamamos belleza. Una belleza que Walter Benjamin definiría como profana, mundana, secular e intrascendente, pero que conserva a modo de espectro rasgos materiales matemáticos, nos invade a todas horas, todos los días, por todos los canales visuales posibles.

Nuestros sentidos las demandan constantemente, las imágenes son fuentes de placer para nosotros porque forman parte de los surcos o patrones neuronales fenoménicos. Igual que mi gato me pide comida varias veces al día aunque no tenga hambre, mi cerebro tiene que consumir fenómenos. Parece que este ritual estético casi adictivo forma parte de un complejo mecanismo de homeostasis de nuestra psique relacionado con las proporciones. ¿Serán estas las conductas estéticas a las que Nietzsche se refería?

Para consumar nuestro apetito fenoménico tenemos todas las pantallas posibles, estas también fueron fabricadas para este fin: transformar la historicidad en sucesión fenoménica y consumir visualmente las cadenas de imágenes. Nuestros sentidos son exquisitos en este consumo de fenómenos, que debe generar placer, de ahí que todo lo no fotogénico resulte marginado y se ejerza sobre aquello que no sea visualmente agradable una especie de violencia implícita, proporcionalmente opuesta al placer visual demandado.

La violencia hacia lo no bello, hacia lo que fenoménicamente no puede traducirse en placer sensorial, la ultraviolencia, puede incluso convertirse no solo en una forma de discriminación más, sino en violencia física. Con lo enfermo sucede lo mismo. “No saben lo que hacen, pero lo siguen haciendo” es la mejor respuesta. Saben lo que hacen, pero lo siguen haciendo es la respuesta que abre la puerta al apocalipsis de lo humano en la sociedad de la imagen. Es posible que la discriminación tenga una causa sensorial irracional relacionada con cánones fenoménicos y no solo se deba a cuestiones étnicas, económicas, sexuales y religiosas. El yo del siglo veintiuno se nutre de imágenes. Pronto esto será literal hasta el punto de ser impresas y transformadas en alimento para el cuerpo y no solo sucederá desde un aspecto psicológico, sino también fisiológico. Ya no se trata de un canon, sino de un dogma. Consumiremos imagen y la imagen nos consumirá.

La pintura barroca es posible que lo intuyese y junto a la belleza representó lo esperpéntico como antidogma que debía ser integrado. El Renacimiento se le adelantó en este aspecto y con ello han demostrado ser mucho más tolerantes y progresistas en esta época que muchos seres humanos del siglo veintiuno. Desde los bocetos y dibujos de Leonardo hasta los claroscuros del tenebroso Caravaggio, siguiéndoles de cerca Goya y Velázquez, estos hombres de hace casi quinientos años demostraron ser mucho más humanos, siendo capaces de integrar lo grotesco, incluso en esferas sociales próximas a la realeza. Hoy es un antidogma, la subversión de lo fenoménico y como tal debe ser rechazado en aras al culto del ego y del placer sensorial absoluto que la imagen visual encarna para el hombre del siglo veintiuno.

Mi gato es hermoso, grácil. Pese a ser mayor se conserva esbelto y su volumen corporal y el de su cabeza no han aumentado considerablemente como les pasa a algunos gatos adultos. Da gusto acariciarlo. Los animales también sufren las consecuencias de los dogmas humanos. Ariel no ha tenido la misma suerte, la mutilación ha condicionado su existencia.

Quentin Matsys, La duquesa fea (1513)

Quentin Matsys y el interés por lo grotesco