Sigo pensando, mi cabeza no para de dar vueltas ahora que el virus parece haberse atenuado. A veces me pregunto para qué y no encuentro la respuesta. Posiblemente los filósofos estemos programados para ello, no podemos evitarlo, aunque para la gran mayoría sea algo absolutamente fútil y prescindible. Si todos pensamos para poder resolver los problemas que se nos presentan, ¿para qué necesitamos un pensamiento circular que no conduce a solución alguna? Lo que viene a ser lo mismo: ¿para qué necesitamos a los filósofos en la caverna?
Solo lo útil, lo
agradable, lo placentero y lo bello encuentran aquí su lugar corpóreo o
incorpóreo. Las dos vías de conocimiento hegemónicas: fórmula y fenómeno,
conducen a sus dogmas correspondientes, que no son otra cosa que utilitarismo y
sensualismo extremos. Todo lo demás, con contadas excepciones, solo se piensa
que se cree, por llenar nuestra creencia de algo que a veces enmascare esos
preceptos inconscientes que posiblemente dominen nuestra vida. De ahí que cada
vez importen menos las solemnidades y quienes las practican.
El ritmo frenético del
suceder fenoménico nos sumerge en una temporalidad que consiste en una
constante sucesión numérica, cuando en realidad el tiempo y su vivencia son
absorbidos por la infinita dialéctica acto-imagen, en cuya vorágine encontramos
las estaciones y la luz solar como guía de esa sucesión para no perdernos en
ella. Posiblemente el tiempo no exista, o no sea más que un simulacro del
fenómeno, o un rasgo cuantificador de la fórmula, sin el que esta no podría
tener sentido. Solo lo matemático es agente de sentido trascendental. El
sentido verdadero es numérico, el construido ad hoc, es discursivo. Este es para ser creído a gusto del
consumidor, al igual que se coge de la estantería del supermercado una marca
concreta de cacao o café.
El hombre se deleita en
el fenómeno, la imagen es, además de arquetipo, fuente de placer. Reducida
también matemáticamente a armonía, punto y línea, creamos en nuestro cerebro
surcos o patrones neuronales que generan una respuesta sensitiva placentera,
principalmente visual, a la que llamamos belleza. Una belleza que Walter
Benjamin definiría como profana, mundana, secular e intrascendente, pero que
conserva a modo de espectro rasgos materiales matemáticos, nos invade a todas
horas, todos los días, por todos los canales visuales posibles.
Nuestros sentidos las
demandan constantemente, las imágenes son fuentes de placer para nosotros
porque forman parte de los surcos o patrones neuronales fenoménicos. Igual que
mi gato me pide comida varias veces al día aunque no tenga hambre, mi cerebro
tiene que consumir fenómenos. Parece que este ritual estético casi adictivo forma
parte de un complejo mecanismo de homeostasis de nuestra psique relacionado con
las proporciones. ¿Serán estas las conductas estéticas a las que Nietzsche se
refería?
Para consumar nuestro
apetito fenoménico tenemos todas las pantallas posibles, estas también fueron
fabricadas para este fin: transformar la historicidad en sucesión fenoménica y
consumir visualmente las cadenas de imágenes. Nuestros sentidos son exquisitos
en este consumo de fenómenos, que debe generar placer, de ahí que todo lo no
fotogénico resulte marginado y se ejerza sobre aquello que no sea visualmente
agradable una especie de violencia implícita, proporcionalmente opuesta al
placer visual demandado.
La violencia hacia lo
no bello, hacia lo que fenoménicamente no puede traducirse en placer sensorial,
la ultraviolencia, puede incluso
convertirse no solo en una forma de discriminación más, sino en violencia
física. Con lo enfermo sucede lo mismo. “No saben lo que hacen, pero lo siguen
haciendo” es la mejor respuesta. Saben lo que hacen, pero lo siguen haciendo es
la respuesta que abre la puerta al apocalipsis de lo humano en la sociedad de
la imagen. Es posible que la discriminación tenga una causa sensorial
irracional relacionada con cánones fenoménicos y no solo se deba a cuestiones
étnicas, económicas, sexuales y religiosas. El yo del siglo veintiuno se nutre
de imágenes. Pronto esto será literal hasta el punto de ser impresas y
transformadas en alimento para el cuerpo y no solo sucederá desde un aspecto
psicológico, sino también fisiológico. Ya no se trata de un canon, sino de un
dogma. Consumiremos imagen y la imagen nos consumirá.
La pintura barroca es
posible que lo intuyese y junto a la belleza representó lo esperpéntico como
antidogma que debía ser integrado. El Renacimiento se le adelantó en este
aspecto y con ello han demostrado ser mucho más tolerantes y progresistas en
esta época que muchos seres humanos del siglo veintiuno. Desde los bocetos y dibujos de
Leonardo hasta los claroscuros del tenebroso Caravaggio, siguiéndoles de cerca Goya
y Velázquez, estos hombres de hace casi quinientos años demostraron ser mucho
más humanos, siendo capaces de integrar lo grotesco, incluso en esferas
sociales próximas a la realeza. Hoy es un antidogma,
la subversión de lo fenoménico y como tal debe ser rechazado en aras al culto
del ego y del placer sensorial absoluto que la imagen visual encarna para el
hombre del siglo veintiuno.
Mi gato es hermoso,
grácil. Pese a ser mayor se conserva esbelto y su volumen corporal y el de su
cabeza no han aumentado considerablemente como les pasa a algunos gatos
adultos. Da gusto acariciarlo. Los animales también sufren las consecuencias de
los dogmas humanos. Ariel no ha tenido la misma suerte, la mutilación ha
condicionado su existencia.
Quentin Matsys, La duquesa fea (1513) |
Quentin Matsys y el interés por lo grotesco
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