No vamos de paso. Pensamos que todo ha terminado, que no
estamos en peligro, que la pandemia ha pasado de largo haciendo estragos en
nuestro espacio más próximo y que la pesadilla acabó. No sabemos cuál
es su verdadero alcance, ni lo sabremos, pero aun así, la gente está confiada. Desde
la ventana de mi balcón escucho a varios vecinos hablar en dialecto onubense y
me pregunto cómo lo pueden tener tan fácil para contentar a estas criaturas
bípedas con una cerveza en una terraza y un partido de fútbol.
Hace tiempo que perdimos la capacidad crítica y nos fuimos
aletargando en cada mirada furtiva al escaparate o al regate de balón del
centrocampista reflejado en la televisión por cable en el bar o en el salón de
nuestra casa. Cualquier problema de Estado puede disolverse fácilmente en el
espumeante brillo de la cebada o la malta fermentada. La comodidad es el opio
del hombre del S. XXI, el valor supremo y uno de los dioses a los que rinde culto el hombre actual, que le
hace perder poco a poco su capacidad de disenso, convirtiéndolo en un ser
conformista y acrítico.
Las manifestaciones ya no manifiestan disconformidad alguna
ni apuntan a ideales trascendentes o utopías por alcanzar, simplemente sirven de
barómetro para clasificar a un conjunto de posibles votantes en función de una
ideología que no puede consumarse ni realizarse, pues el verdadero problema de
fondo desde hace dos mil quinientos años es la condición humana, que sigue
siendo la misma.
La verdadera pandemia hace tiempo que nos afecta y ni la
hemos notado, o la toleramos con gusto. Nos invaden asesores, burócratas de
toda índole, pseudoexpertos y
funcionarios acomodados. Pensábamos que únicamente sufríamos las consecuencias
de un virus y son tres pandemias las que nos asolan. Cuando la de origen
biológico remita, no nos quedarán fuerzas para luchar contra las otras dos.
En la caverna se ha convertido en norma la necesidad de la
existencia de porteadores de sombras, cuyos ecos resuenan por sus paredes y se
proyectan hasta reflejarse finalmente en
alguna pantalla o realizarse en algún ser. Hasta el liderazgo parece vaciarse y
convertirse en un puro simulacro cuando está presidido por el interés del grupo
y no por los valores que deberían sustentarlo. Los valores se han transformado
en meros estandartes de cartón piedra que se pueden cambiar a voluntad y lo seguirán
siendo mientras las letras en una pancarta no se encarnen en realidad alguna. No
hay forma más eficaz de vaciar un valor que ver como hacen justo lo contrario
aquellos que dicen defenderlo a ultranza.
No habrá médico, ni gurú, ni chamán capaz de curar al hombre
de la enfermedad del S. XXI: el vacío. Hasta mi gato observa a veces su propia
sombra reflejada en el lienzo de coltano del salón, pero no le hace mucho caso. Por suerte, los animales viven ajenos a la caverna humana, pero también sufren
sus estragos.
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Crepúsculo en Venecia (1908–1912), Claude Monet |
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