Aún no sabemos con certeza cómo hemos llegado hasta aquí y
cuál es el origen de un proceso de prevención al que hemos llamado confinamiento. No sabemos nada. Esa es
la gran paradoja de esta pandemia: el hecho de tener mucha información difusa y
por diversas fuentes, pero no saber nada a ciencia cierta, solo que la muerte
puede estar escondida en cualquier rincón de aquellos lugares que habitualmente habitamos.
No es de extrañar tampoco, las certezas hace tiempo que se han difuminado del
horizonte de nuestra cultura, se han diluido en la sociedad red que nos
envuelve y con ellas muchas otras cosas. Hemos vuelto casi al origen de nuestra
civilización, pero en un estadio ultratecnificado: nada se sabe, nada es
absolutamente cierto y ningún valor puede evitar sucumbir al paso de los
siglos, excepto el progresar mismo, que es la médula de la secularidad.
El tiempo de confinamiento es un tiempo de aislamiento desde
el punto de vista físico y social, casi comparable al monacato del medievo,
pero además, es un tiempo de reflexión. Un tiempo propicio para que el ser
humano se pregunte cómo ha llegado hasta aquí tras más de veintiocho mil años de
evolución. El otro día leí un artículo donde un conocidísimo filósofo oriental
de corte marxista, consideraba que tras la pandemia, el eje económico se desplazaría
a Asia y se propondrían soluciones biopolíticas para tener controlada la salud
de los ciudadanos. Posiblemente me haya contagiado un poco de pesimismo tras
más de dos meses sin poder hacer vida normal, pero parece que el hombre del s.
XXI quiere solucionarlo todo a base de tecnología. Ahora es el momento de
preguntarnos si verdaderamente hemos avanzado democráticamente y cuánto desde
la transición. Si somos más tolerantes o queremos un mundo a nuestra medida, por
no decir a nuestra imagen y semejanza. Si el sistema educativo que tenemos
permite el desarrollo del talento de nuestros hijos y al mismo tiempo los
apoyos a los que lo necesitan. ¿No serán los criterios económicos los que
verdaderamente nos educan?
Posiblemente esta sociedad de hoy no sea más que una
distorsión social, una aberración temporal o el reflejo de una cultura
tiranizada por los criterios económicos que la guían, que prevalecen sobre
cualquier otro valor hasta llegar a diluirlo o eclipsarlo. Una tiranía de la economía
y la tecnología, que son las verdaderas reinas del mundo, hasta el punto de
corroer todo lo humano en el mismo proceso globalizador que acaba por
constituir su estructura social, desde la cual ambas nos confortan y nos
subyugan. Desde hace varias décadas es posible que la humanidad haya encogido
como un jersey de lana que hemos lavado con agua demasiado caliente. La misma
tecnología nos difiere de ella y en esta pandemia nos reduce casi a una
pantalla y a un teclado. Estamos cada vez más diferidos y más alejados de lo
humano. El humanismo se ha convertido en una ilusión óptica en el desierto
tecnológico que vivimos.
La desescalada es la metáfora de nuestra cultura. Tenemos que bajar poco a poco de la montaña en la que nos hemos subido, pero parece que es imposible, a no ser que la naturaleza misma nos obligue. Empezamos el proceso de desescalada real de la pandemia o, al menos, ya veo algunos seres humanos cuando me asomo a la ventana. En un futuro no muy lejano es posible que acabemos anhelando la presencia del hombre, aunque yo por ahora me conformo con la de mi gato.
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Almendro en flor (1890) Vincent van Gogh |
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