La pandemia nos muestra su lado cruel en el sufrimiento, la
enfermedad y el dolor de las personas que viven el contagio, e incluso la
muerte de las más vulnerables. Centenares de miles de personas no han podido ni
despedirse de sus familiares, ni físicamente, ni mediante el ancestral y
sagrado rito de paso. Han tenido que decir adiós en la lejanía y en el
recuerdo. Es posible que en poco tiempo se recuerde el imperceptible paso de la
muerte por nuestra sociedad y por nuestras vidas a través de memorandos, o
incluso monumentos conmemorativos. Igual algún compositor llega a ponerle
música a este tiempo.
Tenemos que tener muy presente este momento y no olvidarlo, porque no hemos estado a la altura y es posible que vuelva a repetirse. La
realidad que vivimos me evoca a una película de Bergman: El séptimo sello. La muerte nos ha desafiado a todos y, por ahora,
nos está ganando la partida de ajedrez. La fragmentación hace estragos en la
toma de decisiones y la sombra de la muerte se ha ido alargando cada
vez más y acercándose a este país como una inmensa nube negra. Todos esperamos la
llegada del arcoíris pero, mientras sucede, debemos reflexionar y aprender de
esta experiencia.
El lado más amable de esta pandemia es la vida doméstica, que
se ha intensificado. La posibilidad de poder pasar más tiempo con los seres
queridos. Aquellos que no puedan, vivirán como un pequeño exilio y añorarán la
vuelta al hogar, al ser, a la tierra, o a Ítaca como proclamaba Cavafis. Ítaca
no existe, es una ensoñación. Ítaca es la plenitud momentánea, el cénit
fulminante y fugaz de la felicidad, la armonía con la vida, la identificación con
la imperceptible onda del ser. En realidad somos peregrinos en el hogar
planetario, la naturaleza es ciega para el hombre, lo provee como madre amorosa
y al mismo tiempo le azota como madrastra. La autoconciencia nos hace creer que
somos algo en este mundo y no somos más que una pieza de un puzle que ni
siquiera entendemos. La naturaleza siempre nos ofrece un misterio, un enigma
que resolver, un rincón por escudriñar, que ahora se resume en el genoma de un
virus, al que le están constantemente cambiando las letras.
Aquellos que estén en casa podrán ver a sus seres queridos
como nunca antes lo habían hecho, con ojos distintos a los de la rutina, con
los mismos que miro a mi gato, que parece salido de un verso de Juan Ramón
Jiménez. Mi madre es de la generación de la posguerra. De aquellos que pasaron
hambre de verdad y tuvieron que trabajar de sol a sol. En ella veo, además de
sus vivarachos ojos verdosos, del pelo algo desaliñado, y a veces el olvido de
sí; la entrega incondicional y el acto de individuación de una España que tuvo
que hacerse a sí misma como una catedral, piedra a piedra.
La madre es el ser, la unidad, el retorno, la plenitud de la inconsciencia de la individualidad y el fin del viaje de nuestro peregrinar. No hay que confundirse, madre e hija fueron una, pero físicamente son dos. Mi madre es mi madre y yo soy yo. Somos dos seres independientes, únicos y distintos, aunque un día fui parte de ella. Hay personas que se empeñan en no querer distinguirnos, no sé por qué causa, posiblemente por pura conveniencia. Al sostener esta indistinción me condenaste a muerte en la existencia, pues esta unidad no es otra cosa que los meses previos a un nacimiento o el final de la vida.
Fuimos una, pero con el correr del tiempo hemos sido hasta radicalmente
opuestas, incluso a veces, pura alteridad. La madre es el ser que nos aguarda al
final del trayecto, la tierra que nos dio cobijo, la reconciliación con la
unidad. La madre es el proyecto siempre pendiente, el esfuerzo, el trabajo que
nos espera para que, cuando todo acabe, seamos capaces de volver a poner en pie
un lugar al que todos pertenecemos y al que Virginia Woolf llamó matria, torciendo el lenguaje hasta la emoción primordial del ser humano: la pertenencia, la ciudadanía como segundo nacimiento. Todo ser humano debe nacer al menos dos veces y morir solo una, o infinitas, si es el caso. Se puede nacer y morir todos los días, pero en este ciclo hay dos hitos importantes, el nacer a la ciudad y a la vida. El afirmarse no es más que otro renacimiento, también necesario.
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Abstracto de Marcela Mesa, Madre-tierra (2011) |
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