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03/05/2020

Madre Tierra

La pandemia nos muestra su lado cruel en el sufrimiento, la enfermedad y el dolor de las personas que viven el contagio, e incluso la muerte de las más vulnerables. Centenares de miles de personas no han podido ni despedirse de sus familiares, ni físicamente, ni mediante el ancestral y sagrado rito de paso. Han tenido que decir adiós en la lejanía y en el recuerdo. Es posible que en poco tiempo se recuerde el imperceptible paso de la muerte por nuestra sociedad y por nuestras vidas a través de memorandos, o incluso monumentos conmemorativos. Igual algún compositor llega a ponerle música a este tiempo.

Tenemos que tener muy presente este momento y no olvidarlo porque no hemos estado a la altura y es posible que vuelva a repetirse. La realidad que vivimos me evoca a una película de Bergman: El séptimo sello. La muerte nos ha desafiado a todos y, por ahora, nos está ganando la partida de ajedrez. La fragmentación hace estragos en la toma de decisiones y la sombra de la muerte se ha ido alargando cada vez más y acercándose a este país como una inmensa nube negra. Todos esperamos la llegada del arcoíris pero, mientras sucede, debemos reflexionar y aprender de esta experiencia.

El lado más amable de esta pandemia es la vida doméstica, que se ha intensificado. La posibilidad de poder pasar más tiempo con los seres queridos. Aquellos que no puedan, vivirán como un pequeño exilio y añorarán la vuelta al hogar, al ser, a la tierra, o a Ítaca como proclamaba Cavafis. Ítaca no existe, es una ensoñación. Ítaca es la plenitud momentánea, el cénit fulminante y fugaz de la felicidad, la armonía con la vida, la identificación con la imperceptible onda del ser. En realidad somos peregrinos en el hogar planetario, la naturaleza es ciega para el hombre, lo provee como madre amorosa y al mismo tiempo le azota como madrastra. La autoconciencia nos hace creer que somos algo en este mundo y no somos más que una pieza de un puzle que ni siquiera entendemos. La naturaleza siempre nos ofrece un misterio, un enigma que resolver, un rincón por escudriñar, que ahora se resume en el genoma de un virus, al que le están constantemente cambiando las letras.

Aquellos que estén en casa podrán ver a sus seres queridos como nunca antes lo habían hecho, con ojos distintos a los de la rutina, con los mismos que miro a mi gato, que parece salido de un verso de Juan Ramón Jiménez. Mi madre es de la generación de la posguerra. De aquellos que pasaron hambre de verdad y tuvieron que trabajar de sol a sol. En ella veo, además de sus vivarachos ojos verdosos, del pelo algo desaliñado, y a veces el olvido de sí; la entrega incondicional y el acto de individuación de una España que tuvo que hacerse a sí misma como una catedral, piedra a piedra.

La madre es el ser, la unidad, el retorno, la plenitud de la inconsciencia de la individualidad y el fin del viaje de nuestro peregrinar. No hay que confundirse, madre e hija fueron una, pero físicamente son dos. Mi madre es mi madre y yo soy yo. Somos dos seres independientes, únicos y distintos, aunque un día fui parte de ella. Hay personas que se empeñan en no querer distinguirnos, no sé por qué causa, posiblemente por pura conveniencia. Al sostener esta indistinción me condenaste a muerte en la existencia, pues esta unidad no es otra cosa que los meses previos a un nacimiento o el final de la vida. 

Fuimos una, pero con el correr el tiempo hemos sido hasta radicalmente opuestas, incluso a veces, pura alteridad. La madre es el ser que nos aguarda al final del trayecto, la tierra que nos dio cobijo, la reconciliación con la unidad. La madre es el proyecto siempre pendiente, el esfuerzo, el trabajo que nos espera para que, cuando todo acabe, seamos capaces de volver a poner en pie un lugar al que todos pertenecemos y al que Virginia Woolf llamó matria, torciendo el lenguaje hasta la emoción primordial del ser humano: la pertenencia, la ciudadanía como segundo nacimiento. Todo ser humano debe nacer al menos dos veces y morir solo una, o infinitas, si es el caso. Se puede nacer y morir todos los días, pero en este ciclo hay dos hitos importantes, el nacer a la ciudad y a la vida. El afirmarse no es más que otro renacimiento, también necesario.

Madre Tierra
Abstracto de Marcela Mesa, Madre-tierra (2011)

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