Las bombas mediáticas nos invaden, la información nos
asfixia, en la caverna siguen asediándonos con un ejército de titulares,
comparecencias y un largo etcétera de discursos con distintos tonos, matices,
signos y colores, tan variados como el arcoíris que esperamos. La pandemia es
una realidad ineludible solo y exclusivamente por las muertes que lo certifican
como prueba de objetividad última. Todo lo demás es un pseudodiscurso que nos
aproxima cada vez más a la ficción y a la irrealidad, y nos aleja paradójicamente
de la finalidad propuesta, que en teoría es la objetividad. Este aspecto glosodóxico de la caverna se ha
acentuado cada vez más en la última década y es una característica de los tiempos que corren, en los que la verdad se aleja del lenguaje y se
acaba disolviendo en los diferentes discursos, en el decir mismo, que se
replica como un virus.
Está siempre escondida, confinada, como nosotros. Tenemos que decantarla como los químicos o los
antiguos buscadores de oro, como hace el filólogo, para encontrar en la palabra
un destello de luz del pasado, descolorido y empañado por el uso. Es lo que
sucede cuando se la busca en el discurso, parece haberse ausentado del lenguaje
oral humano, en su búsqueda de una morada más nítida que el concepto. Hay quienes
la persiguen en la evidencia científica, pero yo estoy cada vez más convencida
de que se ha refugiado en el arte y en la literatura huyendo del político y del
científico.
En el decir, la verdad se hace presente en el acto reflejo del
lenguaje: el lapsus, manifestación de lo incardinado en los abismos del alma,
que no se sabe por qué razón ha perdido su anclaje. El lapsus es como una
verdad oculta, retenida en el laberinto del cuerpo, el tiempo y el espacio, sin
posibilidad de manifestarse. Más allá del lapsus, hoy el ser humano parece
haber olvidado la esencia del acto comunicativo, con tanto afán de adorno y enmascaramiento.
El lenguaje ha dejado de ser vehículo de manifestación para transformarse en
ceñido corsé, donde la verdad queda encogida en el angosto laberinto del decir.
Sin embargo, ella lucha por manifestarse, como todo lo
oculto, pero no es el oído quien la recibe y posiblemente tampoco la vista. Son
los gestos los que van dejando sus huellas en lo inmediato, que a la mayoría
pasan inadvertidas. Gestos sin importancia, cotidianos, naturales e incluso
absurdos, pero que son a la verdad como el sello a la cera. Tras ellos se
ocultan intenciones, pasiones e intereses, que se amalgaman en el día a día y
hacen de crisol temporal donde la verdad a veces quiere asomarse en su
fugacidad. Así lo mostrado se hace evidente sin ser dicho. La verdad es el alma
humana que se mira en el espejo del tiempo y advierte que sigue siendo la misma
de mil maneras distintas.
¿A quién le importa eso? Hay quienes viven felices engañados
para siempre, ausentes de toda manifestación divina, en la feliz e inocente
inconsciencia, como mi gato, que desconocerá ahora y siempre que Epimeteo tuvo
que sacarse un conejo de la túnica para adornar al hombre con la cualidad de la
interrogación eterna porque no tenía ya nada más.
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