Tras tres largos meses en la otra punta del país en plena
pandemia, por fin he decidido volver a casa. El viaje era arriesgado, suponía
vagar durante más de doce horas por distintas estaciones, acceder a diferentes
vehículos, medios de transporte y lugares
transitados, con el consiguiente riesgo de contagio y la posibilidad de traer a
casa un pasajero letal llamado Covid-19.
He viajado desde una punta del país a otra y he conseguido llegar gracias a la solidaridad
de otras personas, paradójicamente, personas humildes y sencillas, pero
absolutamente necesarias. Me siento en deuda con ellos y no solo yo, sino el
país entero. Gracias a ellos los servicios básicos han podido seguir
funcionando para el resto de la población en esta situación de absoluta excepcionalidad.
Le debemos gratitud a las personas anónimas que nos han sostenido en este
tiempo. La pandemia nos recuerda la verdadera esencia de nuestra compleja
cultura tecnificada: que todos somos necesarios en este organismo vivo que
llamamos sociedad gracias a la función que cada uno tiene en él. Cada ser
humano con su trabajo, por sencillo que sea, le pone alma a la estructura
social. Es triste no haber podido participar de ella durante largo tiempo.
La generosidad tiene mil formas de manifestarse, unas son
acciones concretas y otras son privativas. Es lamentable que haya personas
incapaces de hacer algo gratuitamente y actúen siempre con engaños, artificios
o haciéndote creer que te ayudan, cuando están haciendo justo lo contrario
desde hace mucho tiempo: defendiendo sus propios intereses. Las personas
sencillas me han dado una gran lección: la gratuidad de los pequeños gestos. Esta
es, en definitiva, la esencia de lo social y sin ella convertiríamos la
sociedad en un auténtico desierto o en una jungla donde los depredadores están
al acecho ante cualquier debilidad para aprovechar la ocasión. El estado de
alarma debe ser transitorio, no se puede vivir en un estado de alarma continuo,
en una alerta constante, en un delirio.
Solo los animales viven en armonía con la naturaleza y tienen
sus leyes escritas en sus genes, las personas debemos aprender a respetarlas si
verdaderamente valoramos la vida social. La egolatría sigue siendo la verdadera
pandemia de las sociedades humanas. Mi gato vive feliz, agazapado encima de una
de las cajas de la mudanza aún no colocadas en la estantería, llena de libros
de Filosofía y Valores Éticos.
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Fotograma de Ordinary People (1980) de Robert Redford Volver a In medias res |
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