Masificación y pandemia son términos incompatibles. No hay
complejidad mayor para las actuales sociedades superpobladas que el contagio
masivo de una enfermedad desconocida y potencialmente mortal entre determinados
colectivos vulnerables por muy eficaz que sea el sistema sanitario que esta
pudiera tener. Desde 2012 venimos padeciendo oleadas de contagios de distintas
cepas de Coronavirus, por lo que me parece inverosímil que ni las Naciones
Unidas, ni la OMS, ni la comunidad científica, ni los gobiernos se hayan
anticipado a esta posibilidad, incluso a pesar de ser predicha por un conocido
filántropo.
Todo parece volver a la normalidad, desde hace un par de días
ya se permiten los desplazamientos entre provincias y los vehículos han vuelto
a colonizar carreteras y ciudades como si fueran hileras de hormigas metálicas
que se dispersan por el espacio urbano. Es posible incluso que lleguemos a
sentir nostalgia del desierto de hormigón vivido estos últimos meses, sin
embargo, hasta mi gato se ha atrevido a asomarse a la ventana. Poco a poco le
estamos perdiendo el miedo a nuestro enemigo invisible, aunque todavía no tengamos
certeza suficiente de lo que sucederá en los próximos meses tras el movimiento
de masas.
Desde hace un par de siglos las ciudades se parecen más a
hormigueros conectados con cables y tecnología de todo tipo que a otra cosa. La
masificación y la naturaleza también son incompatibles. Solo a la economía parece
convenirle la sociedad de masas en la que vivimos, ni el planeta azul ni la
sociedad del bienestar la resisten.
La pandemia viene a resolver parcialmente el enigma del hombre del s. XXI y las radicales contradicciones de su modo de vida, latentes desde que optó por sembrar y asentarse en la tierra. La sinfonía urbana vuelve a escucharse, el scherzo de los cables transmitiendo datos y las pantallas encendidas será el leitmotiv al que le siguen el minueto de teclados, taquígrafos, micrófonos y titulares. El rondó de los motores de los vehículos y las chimeneas de las fábricas ya está en marcha, marcando el ritmo del progreso del hombre. Nunca el progreso y la sociedad de masas habían sido tan incompatibles con la mayoría de los ideales e incluso con las ideas mismas. Si Platón pudiese verlo se sorprendería.
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