Vivimos en un mundo globalizado, es uno de los signos de
identidad del siglo XXI y la tecnología lo hace posible. La globalización es
como una especie de pandemia que también se extiende por todo el planeta, imponiendo una forma concreta de comunicarnos y marcando unas nuevas relaciones
de producción, comercio, consumo y forma de vida en casi todos sus rincones. La
pandemia nos ha revelado que la producción de algunos bienes de consumo se está
haciendo intensiva y característica de lugares geográficos concretos, como ha
sido el caso de las mascarillas y el gel desinfectante, cuya producción se ha
tenido que improvisar en muchas fábricas del país.
Las leyes del sistema económico se imponen a cualquier forma
de gobierno posible y las trasciende a todas. Si el Estado puede convertirse en
el Leviatán de los ciudadanos, éste no es más que un vasallo de las leyes de la
economía. Estas leyes, en parte aún no redactadas, no son más que la
trasposición de las reglas de la naturaleza al mundo humano. No hemos hecho
otra cosa a lo largo de nuestra historia, trasponer implícitamente las leyes de
la naturaleza, redactándolas con nuestro puño y a veces con tinta carmesí. La sociedad implica la
regulación implícita o explícita. La ley, por imperfecta que sea, es el único
abrigo que le queda al hombre sin el que sería devorado por su propio siglo.
La pandemia ha puesto de manifiesto que Estado y progreso son los ídolos a los que el hombre del siglo XXI rinde culto sin darse cuenta, e incluso a veces le ofrece sacrificios. La globalización, compás que marca las leyes del desarrollo de los países, debe paradójicamente contrastar en simbiosis o no con las de estos. Las leyes de los Estados tienen el poder de transformar en entelequias los pilares fundamentales del capitalismo.
La contradicción radical de la cultura presupone que en el
fondo la finalidad del hombre nunca ha sido la humanidad. Posiblemente sea esa,
y no otra, la mayor pandemia jamás vivida y por tantos siglos. Pero a mi gato
no le importa, duerme plácidamente en la esquina superior derecha del sofá y no
se pregunta por qué estos animales tan extraños que conviven con él tienen
autoconciencia.
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M-Maybe (1965), Roy Lichtenstein Volver a In medias res |
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